
En el campo mexicano, la Semana Santa no solo se vive en las parroquias o en las procesiones: también se celebra en las parcelas y en las costumbres heredadas de generación en generación. Muchas comunidades rurales suspenden por completo las labores agrícolas durante los días santos, como un acto de respeto y recogimiento. En algunas regiones se bendicen las semillas y el Domingo de Ramos se convierte en un ritual de protección de los campos, cuando los agricultores llevan a bendecir los ramos que luego colocan en las parcelas para cuidar la cosecha.
De entre las tradiciones agrícolas que ocurren en Semana Santa hay una de particular interés: la prohibición de hacer fuego. «Si haces quema el Viernes Santo, el diablo te ayuda y se va todo el monte», aún se escucha en algunas comunidades. La advertencia tiene un tono casi sobrenatural: el fuego, que se cree purificador en otros contextos, se vuelve en Semana Santa un agente de desgracia.
Aunque esta creencia puede parecer una advertencia moral o sobrenatural, encierra una verdad que hoy también confirma la ciencia: el fuego, usado sin control en el campo, puede terminar por degradar irremediablemente el suelo, sus nutrientes y su vida.
Durante generaciones, la quema de rastrojo ha sido una práctica común en la agricultura convencional. Es rápida y deja el terreno limpio a simple vista. Pero esta limpieza es solo superficial. Detrás del humo, se oculta una historia de pérdidas: de nitrógeno, de vida microbiana, de infiltración de agua y, a largo plazo, de productividad.
Durante una quema agrícola, la temperatura en la superficie del suelo puede alcanzar entre 200 y 500 °C. A solo un centímetro de profundidad, se registran hasta 200 °C, suficientes para volatilizar el nitrógeno y destruir parte de la materia orgánica. A partir de los 300 °C, incluso los minerales arcillosos se ven alterados, afectando la estructura del suelo (INIA, 2022).
Algunos nutrientes como el potasio o el calcio pueden concentrarse temporalmente en las cenizas, pero esto no es sinónimo de fertilidad a largo plazo. El aparente vigor que presentan los cultivos tras una quema es un espejismo. Al paso de los ciclos, la ausencia de materia orgánica, la pérdida de microorganismos benéficos y la menor capacidad del suelo para retener agua y resistir la erosión terminan por degradarlo.
Uno de los efectos más alarmantes de las quemas es la hidrofobicidad del suelo. Las altas temperaturas funden compuestos cerosos de la materia orgánica, que recubren las partículas del suelo e impiden la infiltración del agua. Esta repelencia puede durar meses o incluso años, dependiendo de la severidad del fuego. El resultado: lluvias que no penetran, escurrimientos, erosiones y campos que se secan más rápido.
En muchas regiones, la costumbre de quemar ciclo tras ciclo, sin dar descanso ni aplicar prácticas de conservación, ha provocado una degradación acumulativa. Se pierden los agregados del suelo, disminuye la biodiversidad microbiana y se expone la tierra a la acción erosiva del viento y el agua. La situación empeora cuando ya no se usan prácticas preventivas como las guardarayas o los descansos prolongados, que en otros tiempos ayudaban a controlar los efectos del fuego.
Por eso, hoy más que nunca, es necesario comprender que el suelo necesita cobertura, que mantener el rastrojo sobre la superficie de la parcela es una gran alternativa, y que en Semana Santa, y en todo el año, lo único que debería arder es el tradicional Judas.