De acuerdo con el Estado de los recursos de tierras y aguas del mundo para la alimentación y la agricultura (FAO, 2021), la degradación del suelo inducida por el ser humano afecta al 34 % de las tierras agrícolas en el mundo. Por esta razón, diversos acuerdos internacionales ―como el tratado de París sobre el cambio climático y el calentamiento global― han establecido que es necesario incrementar la materia orgánica de los suelos a fin de asegurar la producción de alimentos para la población mundial actual y en el futuro.
Por décadas, los suelos de los Valles Altos de México se han preparado para la siembra con barbecho y pasos de rastra. Este movimiento continuo destruye la estructura del suelo, diluye la materia orgánica y acelera su oxidación, incrementa el escurrimiento y favorece la compactación.
Además, prevalece la práctica de retirar los rastrojos para usarlos como forraje. En muchos casos, persiste el libre pastoreo después de la cosecha, lo cual reduce la cantidad de residuos de los cultivos que se reincorpora al suelo. Esta forma de producción agrícola, al practicarse de forma sistemática por años, desgasta el potencial productivo de los suelos y reduce su fertilidad y —en consecuencia— el volumen de las cosechas.
La agricultura de conservación es un sistema que permite acumular materia orgánica en el suelo, así como reducir la erosión eólica e hídrica —al proteger la superficie del terreno—. Estos y otros efectos de la agricultura de conservación son documentados en parcelas experimentales como las que el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT) monitorea en su sede global en Texcoco, Estado de México.
“Este es el ensayo a largo plazo D5. Tiene más de 30 años de operación aquí en el CIMMYT y nos permite ver la diferencia entre la labranza convencional —en la que se siembra maíz cada año y se remueve todo el rastrojo para usarlo como forraje— y la agricultura de conservación —donde se rota maíz con trigo, no se hace labranza y se deja todo el rastrojo en la superficie—”, comenta Nele Verhulst, líder de investigación en sistemas de cultivos para América Latina del CIMMYT.
Las parcelas que muestra Verhulst son evidentemente diferentes. Mientras en una —donde se ha hecho la práctica convencional de la región— las plantas de maíz apenas se han desarrollado, en la otra —donde se ha trabajado agricultura de conservación por más de tres décadas— las plantas han crecido notablemente mejor.
“Claramente vemos la diferencia. Mientras con la práctica convencional el cultivo está sufriendo mucho con la sequía, con la agricultura de conservación tenemos un desarrollo vegetativo del cultivo casi normal”.
La agricultura de conservación ha mostrado ser un sistema particularmente útil en tiempos de sequía. En momentos como el actual en que el cambio climático agudiza sus efectos, esto es de suma importancia pues permite que los agricultores logren rendimientos razonables y estables gracias a que este sistema de producción sustentable ayuda a mejorar el suelo, a infiltrar agua y hacer el sistema más resiliente.
“En este experimento estamos investigando los principios de la agricultura de conservación. En total tenemos 32 tratamientos divididos en dos grupos y dos repeticiones para asegurar que el efecto que vemos en una parcela no es solo por la parcela, si no por el tratamiento que se le está dando. Así, los tratamientos que estamos investigando tienen diferentes prácticas de labranza. Aquí específicamente estamos comparando cero labranza —agricultura de conservación— contra labranza convencional y también con una variante de la cero labranza que son las camas permanentes, donde solo se reforma el fondo entre los surcos”.
Además de este factor, en las parcelas que Verhulst muestra también se estudia el efecto del manejo de rastrojo porque en muchos sistemas de producción estos residuos de cosecha se usan como forraje, así que además de dejar todo el rastrojo como cobertura del suelo —agricultura de conservación— o incorporarlo —práctica convencional—, “tenemos algunos tratamientos intermedios donde dejamos una parte del rastrojo para ver si tenemos los mismos efectos si se deja todo o solo una parte”.
“El tercer factor que estamos investigando es la rotación de cultivos. En el caso de la práctica convencional tenemos monocultivo, luego tenemos la rotación de cultivos —que puede ser un año de maíz y luego un año con trigo— y tenemos algunas opciones más diversas que incluyen una rotación con frijol, por ejemplo, o con un cultivo forrajero como la cebada forrajera o el grasspea”.
Las parcelas experimentales que muestra la doctora Verhulst son un ejemplo de un ensayo a largo plazo útil para identificar el efecto de diversas prácticas agrícolas, pero también forman parte de una plataforma de investigación que, a su vez, está integrada a la red de plataformas de investigación del CIMMYT y sus colaboradores la cual se extiende por todo el territorio nacional y, más recientemente, a otros países de América Latina.
“Las plataformas de investigación forman parte de los Hubs, que son sistemas de innovación que estamos operando en diferentes regiones geográficas tanto en México como en Guatemala y Honduras. Ahora estamos enfocados en cómo podemos acercarnos a los productores y hacer que estas tecnologías o las prácticas que estamos desarrollando no se queden solamente en la investigación o en las estaciones experimentales y que realmente respondan a las necesidades de los productores”, concluye la doctora Verhulst.